¿Quién no se ha visto alguna vez marcando repentinamente el ritmo musical con los pies, las manos o la cabeza ante el sonido de alguna canción clásica de esas que conocemos todos?
Los humanos (salvo en ciertas condiciones clínicas) tenemos ese instinto que nos hace ponernos a bailar con determinada música, aunque sea luchando con el pudor que este mismo hecho nos genera.
Lucía Vaquero Zamora, Investigadora Postdoctoral en Neurociencia Cognitiva de la Universidad Complutense de Madrid, realizó una columna de opinión en The Conversation donde asegura que “Instintivo” es, probablemente, el mejor término que nos viene a la cabeza para definir esta experiencia de dejarse llevar por el ritmo.
El hecho de que los bebés ya sean capaces de sincronizar sus movimientos a un ritmo externo a los tres meses de vida parece indicar cómo de innata es esta capacidad.
Vaquero Zamora indica que, efectivamente, tanto cuando vemos a otras personas bailar como cuando nos exponemos a ciertos tipos de música, se desencadena en nuestro cerebro una respuesta que nos incita a ponernos en movimiento.
Investigadores del Center for Music in the Brain (Universidad de Aarhus, Dinamarca) han propuesto recientemente un interesante marco teórico. Concretamente, sugieren que procesamos primero la información sonora y ponemos atención a sus diferentes características (activando fundamentalmente la corteza auditiva). Aquí, el ritmo y la percepción del pulso son piezas clave en relación con el baile.
Ciertos estilos musicales y determinadas canciones poseen unas características sonoras que desencadenan una respuesta agradable (a través de la activación del sistema de recompensa, como las cortezas orbitofrontal y cingulada) que nos empuja a bailar. En concreto, nos hace activar regiones de preparación de movimientos, como la corteza premotora y el área suplementaria motora. Esta sensación es lo que se conoce como groove.
Si al sentir este groove decidimos dejarnos llevar, pondremos en marcha todo el sistema de control motor, incluyendo aquellas regiones que han automatizado o aprendido movimientos o coreografías en el pasado, como el cerebelo o los ganglios basales, un conjunto de núcleos en la base interna del cerebro con multitud de funciones cruciales para el aprendizaje o el procesamiento emocional.
Los científicos concluyen también que todo este sistema en cadena se ve retroalimentado por el propio baile, lo cual propicia que sigamos sintiendo placer por el hecho de bailar y queramos continuar haciéndolo.
Una pregunta habitual entre los investigadores de campos como la neurociencia, la psicología o la antropología es ¿Por qué hemos mantenido un comportamiento que, a primera vista, no parece suponer ninguna ventaja evolutiva? ¿Cómo es que hemos refinado este sistema cerebral para una actividad que podría parecer simplemente recreativa?
Se dice que el arte, en sus diferentes formas de expresión (incluyendo el baile), provee a los individuos herramientas para mejorar su éxito, encontrar una pareja sexual, incrementar su experiencia afectiva o incrementar la cohesión y la comunicación social.
De hecho, algunos autores apoyaban la teoría de que la danza habría evolucionado conjuntamente con la música como una forma de protolenguaje, y que su sentido evolutivo radicaba en sus funciones comunicativas. Estudios y revisiones recientes van más allá y han llegado a la conclusión de que puede que el baile y la percepción rítmica evolucionaran por separado a la música y el lenguaje. Esta teoría se basa, entre otras nociones, en las múltiples funciones biológicas, sociales y psicológicas sobre las que la danza reporta importantes beneficios para los humanos.
Hay evidencias de que bailar cumple importantes funciones cognitivas y comportamentales y que nos ayudaría de las siguientes maneras:
Vaquero Zamora destaca finalmente que éste es un campo aún poco explorado desde un punto de vista científico y sistemático. Futuros estudios ayudarán a seguir entendiendo las funciones y efectos del baile en nuestro cerebro y su sentido evolutivo.