Que el arte esté al alcance de cualquiera no es una idea tan antigua como parece. Durante la mayor parte de la historia, acceder a objetos valiosos o vestigios del pasado fue un privilegio reservado para la élite. Los museos públicos son una conquista relativamente reciente, pero mucho antes de que existieran tal como los conocemos, una princesa mesopotámica ya había imaginado algo parecido.
Corría el año 530 antes de Cristo. En lo que hoy es el sur de Irak, una mujer joven -hija del último rey del imperio neobabilónico y sacerdotisa del templo de la Luna- reunía cuidadosamente objetos antiguos con el fin de preservar la historia de su civilización. La princesa Ennigaldi-Nanna no solo coleccionó estatuas, mojones y herramientas ceremoniales: también los estudió, los catalogó y, en un gesto absolutamente revolucionario para la época, los rotuló.
Sí, como si fuera una sala de museo moderna, cada pieza tenía un pequeño cartel. No de cartón, claro, sino cilindros de arcilla escritos en tres lenguas distintas. Allí se detallaba la procedencia y el contexto del objeto. Los arqueólogos encontraron entre sus ruinas piezas que datan del 2100 a. C., lo que indica que la princesa no solo coleccionaba antigüedades, sino que tenía plena conciencia del paso del tiempo y de la importancia de registrarlo.
A diferencia de otras colecciones privadas que florecieron en la Antigüedad, el espacio creado por Ennigaldi tenía un propósito más profundo que el de acumular tesoros. Era una forma de reconstruir el pasado de su pueblo, una tarea en la que estaba acompañada por su padre, Nabonido, considerado por muchos como el primer arqueólogo de la historia. Nabonido solía excavar antiguos templos y dejar registros escritos de sus hallazgos. Esa pasión por la historia se reflejó en la educación de su hija, que llevó esa curiosidad un paso más allá al sistematizar y compartir su conocimiento.
Claro que el museo de Ennigaldi no era de libre. Estaba reservado para una minoría selecta, como era costumbre en la época. Pero el gesto de reunir, conservar, estudiar y explicar los objetos del pasado es, en esencia, el mismo que guía hoy a miles de museos en todo el mundo.
Después de Ennigaldi pasarían siglos -demasiados siglos- hasta que los museos empezaran a abrir sus puertas al público general. Durante mucho tiempo, el arte y los objetos históricos siguieron en manos de reyes, nobles o exploradores que los exhibían en gabinetes privados. La idea del museo como institución pública apenas empieza a tomar forma en Europa durante el Renacimiento.
Uno de los hitos clave fue la fundación de los Museos Capitolinos en Roma. Todo comenzó en 1471, cuando el Papa Sixto IV donó una serie de bronces antiguos a la ciudad. La colección fue creciendo y en 1734, bajo el impulso de la ilustración, el Papa Clemente XII permitió por primera vez la entrada del público. Había nacido el museo moderno.
Entre las ruinas de Ur, en lo que alguna vez fue Babilonia, aún se pueden rastrear fragmentos del museo de Ennigaldi. Ya no quedan paredes ni vitrinas, pero los cilindros de arcilla con rótulos continúan siendo prueba de una intuición brillante.
Aún hoy debatimos quién puede acceder al arte y al conocimiento, por lo que vale la pena recordar que la primera persona en intentar preservar la historia con cuidado, método y vocación educativa no fue un emperador, ni un académico, ni un conquistador. Era una mujer. Una princesa mesopotámica que, hace 2500 años, soñó con ordenar el pasado para entender mejor su presente.